Era demasiado verde, un planeta alienígena.
Finalmente llegamos al hogar de Charlie. Vivía en una casa pequeña de dos dormitorios que compró con mi madre durante los primeros días de su matrimonio. Ésos fueron los únicos días de su matrimonio, los primeros. Allí, aparcado en la calle delante de una casa que nunca cambiaba, estaba mi nuevo monovolumen, bueno, nuevo para mí. El vehículo era de un rojo desvaído, con guardabarros grandes y redondos y una cabina de aspecto bulboso. Para mi enorme sorpresa, me encantó. No sabía si funcionaría, pero podía imaginarme al volante. Además, era uno de esos modelos de hierro sólido que jamás sufren daños, la clase de coches que ves en un accidente de tráfico con la pintura intacta y rodeado de los trozos del coche extranjero que acaba de destrozar.
— ¡Caramba, papá! ¡Me encanta! ¡Gracias!
Ahora, el día de mañana parecía bastante menos terrorífico. No me vería en la tesitura de elegir entre andar tres kilómetros bajo la lluvia hasta el instituto o dejar que el jefe de policía me llevara en el coche patrulla.
—Me alegra que te guste —dijo Charlie con voz áspera, nuevamente avergonzado.
Subir todas mis cosas hasta el primer piso requirió un solo viaje escaleras arriba. Tenía el dormitorio de la cara oeste, el que daba al patio delantero. Conocía bien la habitación; había sido la mía desde que nací. El suelo de madera, las paredes pintadas de azul claro, el techo a dos aguas, las cortinas de encaje ya amarillentas flanqueando las ventanas... Todo aquello formaba parte de mi infancia. Los únicos cambios que había introducido Charlie se limitaron a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio cuando crecí. Encima de éste había ahora un ordenador de segunda mano con el cable del módem grapado al suelo hasta la toma de teléfono más próxima. Mi madre lo había estipulado de ese modo para que estuviéramos en contacto con facilidad. La mecedora que tenía desde niña aún seguía en el rincón.
Sólo había un pequeño cuarto de baño en lo alto de las escaleras que debería compartir con Charlie. Intenté no darle muchas vueltas al asunto.
Una de las cosas buenas que tiene Charlie es que no se queda revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que deshiciera mis maletas y me instalara, una hazaña que hubiera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la cortina de lluvia con desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor para una gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar sobre lo que me aguardaba al día siguiente.
El aterrador cómputo de estudiantes del instituto de Forks era de tan sólo trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta y ocho. Solamente en mi clase de tercer año en Phoenix había más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se habían criado juntos y sus abuelos habían aprendido a andar juntos. Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro.
Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de Phoenix, pero físicamente no encajaba en modo alguno. Debería ser alta, rubia, de tez bronceada, una jugadora de voleibol o quizá una animadora, todas esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de Arizona, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero más bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca.
Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y húmedo. Tal vez se debiera a la luz, pero ya tenía un aspecto más cetrino y menos saludable. Puede que tenga una piel bonita, pero es muy clara, casi traslúcida, por lo que su apariencia depende del color del lugar y en Forks no había color alguno.
Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que admitir que me engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no sólo por mis carencias físicas. Si no me había hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí?
No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona con quien mantenía mayor proximidad, estaba en armonía conmigo; no íbamos por el mismo carril. A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido.
Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.
El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Me deseó suerte en la escuela y le di las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarme. Charlie se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Examiné la cocina después de que se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hacía dieciocho años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, que colindaba con la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos. La primera foto era de la boda de Charlie con mi madre en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentir incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más tiempo, por lo que me puse el anorak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El ruido de mis botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. No pude detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se agarraba al pelo por debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi parte, aunque en medio de un gran estruendo, y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, un monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio funcionaba, un añadido que no me esperaba.
Fue fácil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela, sólo me detuve gracias al cartel que indicaba que se trataba del instituto de Forks. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde estaban las alambradas y los detectores de metales?
Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba «Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la lluvia como una tonta. De mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un sendero de piedra flanqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que esperaba. La oficina era pequeña: una salita de espera con sillas plegables acolchadas, una basta alfombra con motas anaranjadas, noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de plástico, por si no hubiera suficiente vegetación fuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas metálicas llenas de papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones pegados en el frontal. Detrás del mostrador había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se sentaba en uno de ellos. Llevaba una camiseta de color púrpura que, de inmediato, me hizo sentir que yo iba demasiado elegante.
La mujer pelirroja alzó la vista.
— ¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy Isabella Swan —le informé, y de inmediato advertí en su mirada un atisbo de reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el centro de los cotilleos. La hija de la caprichosa ex mujer del jefe de policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta encontrar los que buscaba.
—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de la escuela.
Trajo varias cuartillas al mostrador para enseñármelas. Repasó todas mis clases y marcó el camino más idóneo para cada una en el plano; luego, me entregó el comprobante de asistencia para que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie, me dijo que esperaba que me gustara Forks. Le devolví la sonrisa más convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio comprobar que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos barrios pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un Mercedes nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes. El mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y destacaba. Aun así, apagué el motor en cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la esquina del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al aproximarme a la puerta. Para paliarla, contuve el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban impermeables de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al que la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Masón. Se quedó mirándome embobado al ver mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica: Bronté, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo... y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor continuaba con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho, con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de ajedrez.
—Bella —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme.
— ¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó. Tuve que comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
—Eh... Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —demasiado amable, sin duda—. Me llamo Eric —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el sarcasmo.
pd:chicos siento no haver escrito en este blog pero ya voy a tratar de escribir mas seguido bay
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